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Falso Profeta leyendo un texto publicado en Post-Filia al mismo tiempo y con improvisación en vivo e inaugurando la televisión análoga en la ventana de nuestra sede únicamente para lxs vecinxs.

Texto:

Sobre la belleza instintiva de lo sonoro

La belleza es una fuente inagotable de placer. Una persona bella únicamente tiene que existir para proporcionar placer a quien le mira. A partir de ese momento, todo lo demás es lujo. Todo lo demás es goce extra. Lujuria se le llamaría en la religión cristiana. La belleza es el placer más fácil, solamente tiene que ser contemplada, ni siquiera es necesario moverse. Es curioso que de algo visual, así como de algo auditivo, como una voz o una melodía, se pueda decir que es bello y, sin embargo, no se puede decir lo mismo de un sabor, de un olor o de una textura. Existen algunos términos que pueden traducir de un sentido a otro un significado similar, por ejemplo, se dice que algo sabe o huele delicioso, así como algo puede sentirse suave al tacto. Algunos términos pueden aplicarse a varios sentidos con las mismas connotaciones, como decir que algo es agradable o incluso placentero. Sin embargo, el término de “belleza” está ligado exclusivamente a la vista o el oído, dos de nuestros sentidos que son pasivos, el oído es incluso más pasivo que la vista. ¿Cómo podemos comprender esto? Es posible que se trate de una cuestión evolutiva.

Regularmente, bajo una interpretación meramente biologicista y conductista, se dice que la belleza es el resultado de un condicionamiento que encuentra sus raíces en los primeros placeres del ser humano en su vida. Así, se toma como estímulos condicionantes de primer orden el alimento y la bebida, quizá también el calor corporal, todos los cuales están vinculados con la supervivencia del neonato. Por el contrario, la capacidad de admiración de la belleza viene mucho más tarde y se asocia con un desarrollo de la sexualidad que corre a la vez. Dependiendo de la teoría que lo explique, pueden ubicar estos dos desarrollos en diferentes momentos de las edades humanas, puede haber inhibiciones temporales, como lo diría el psicoanálisis, o condicionamientos de segundo orden, o sustitutivos, como se vería desde el conductismo. Lo cierto es que no pueden dejar de verse vinculados y, cuando menos, habría una coincidencia en verlos cronológicamente distanciados de aquellos primeros placeres más apegados a lo instintivo o la supervivencia a nivel biológica. Pero ¿qué pasaría si lo viéramos de forma distinta?, ¿qué pasaría si colocamos la capacidad de admirar la belleza como un placer de primer orden?

Aunque sea verdad que el recién nacido es más bien pasivo respecto a los placeres que se le procuran, tales como el alimento, la bebida o el calor humano, como lo dijimos antes, en realidad la belleza es el placer más accesible a los sentidos, pues ni siquiera requiere de un gasto de energía en deglutir, aspirar aire o movernos para sentir el cuerpo y así distinguir lo placentero de lo displacentero. Aún dentro de los estímulos que pueden ser considerados bellos, el de la vista requiere de dirigir la mirada o al menos mantener los ojos abiertos, en cambio el placer del oído es el más pasivo, pues el ser humano no puede siquiera cerrar esta entrada o voltearla para no escuchar, tal como sucedería con la mirada. Por esto es que, desde Schopenhauer, la música es considerado como el arte más alto. Pero lo que propongo aquí es justo tratar de pensar lo contrario, comenzar a considerar el sonido y todas las creaciones que se mueven en ese espectro sensorial como lo más bajo, lo más básico, y, dicho ya directamente: lo más instintivo en el ser humano.

Lo que quiero decir es que el salto evolutivo que representa la posibilidad de admirar la belleza nos regresa a un nuevo escalón de instintividad. Se trata de un nivel en el que, de hecho, es necesario un esfuerzo más grande para obtener placer disfrutando de un sabor o de un olor exquisito que de una voz o de una mirada bella. Lo sonoro y lo visual se colocan entonces como nuevos fundamentos que pueden hacernos comprender y sostener a la humanidad más allá de una economía de la alimentación, el vestido y la vivienda, condiciones más ligadas a aquella otra comprensión de la vida humana aún biologicista. Visto así, una vida humana habría valido la pena aún en inanición, siempre y cuando hubiera belleza. Tal es lo que motivó a los artistas románticos, tal es lo que explica Kant en su Crítica del juicio. Tal es la razón por la cual también propondría que se vuelve necesaria una reelaboración de las artes.

Desde esta nueva perspectiva, cuando hablo de lo sonoro como lo más instintivo ya no me refiero entonces a lo que hoy conocemos como música, sino algo aún más primitivo, la generación del sonido que puede emerger, en su grado más elemental, a partir de la mera respiración o el latir del corazón, por ejemplo. A partir de ahí todo lo demás es gasto, exceso.

Más aún, un placer todavía más básico que el de la belleza es el del pensamiento. Ni siquiera es necesario tener entradas sensibles para que el pensamiento pueda procurarnos un placer extremo. Pero, es verdad, tampoco es que se pueda llegar a este nivel de goce si no se han tenido nunca dichas intuiciones sensibles. En otras palabras, el placer del pensamiento a través de la imaginación sólo puede emerger una vez que se han adquirido una gran cantidad de condiciones, es cierto, pero una vez que se tienen ya no hay marcha atrás: el placer del pensamiento se vuelve el más instintivo y básico. Y, una vez más, cuando hablo del pensamiento no me refiero a la razón, sino a la capacidad del pensamiento de ligar por medio de la imaginación cualquier cosa con cualquier otra cosa. Me refiero al delirio.

Regresando a las artes, sin dejar de lado la disquisición anterior, precisamente la razón, así como un arte regulada como lo que se llama música, no son sino elaboraciones temerosas de lo que realmente podrían ofrecer estas capacidades humanas. Son, en cierta medida, involutivas. Pretenden que para experimentar estos placeres se necesita una guía o determinadas leyes. No es así. El ser humano, cuando logra dar cuenta de que el mero hecho de pensar o el mero hecho de oír es ya un éxtasis, entonces ha llegado a su plenitud, su medio día, diría Nietzsche.